José Villa (1966)

José Villa, Cornucopia. Buenos Aires, Ediciones Trompa de Falopo, 1996. Dimensiones: 16, 50 x 10, 50 cm.

José Villa pertenece con pleno derecho, al ser director de 18 Whiskys, una revista mítica para su generación, a lo que dio en llamarse “la poesía de los noventa”. El conjunto no describe una totalidad, sino un grupo. Consistió en un conjunto de poetas argentinos que ya en el período democrático  habían transformado aquella mirada corroída que se ejercía en la poesía escrita durante la dictadura en un sujeto poético reconocible,  ilusoriamente  «real», cuyo pudor irónico derivaba hacia una desesperanza lejana de lo sublime. En aquellos tempranos libros la poesía argentina volvía, como lo había hecho Baldomero Fernández Moreno en 1915, a “mirar alrededor”: retornaba el nombre límpido de las cosas. Había entonces una fidelidad apenas renacida en la mirada, que no eludía la crítica de lo visto ni la opacidad del sentido. José Villa fue uno de los más agudos intérpretes de aquella tendencia en la cual los objetos ocupaban el centro del poema o, mejor dicho, como se titula un libro de Ricardo Zelarrayán, acerca de la obsesión del espacio. Para Villa ese espacio es un campo de sentido. Toda su poesía explora lo dado y lo nombra, con una premisa similar a aquel antiguo descubrimiento de Francis Ponge, con el cual Villa tiene más de una semejanza: tomar partido por las cosas es igual a tener en cuenta las palabras. Esto fue resuelto con maestría desde su libro Cornucopia a través de ese conjunto de frutas que son la ocasión del poema, duraznos, manzanas, sandías, frutillas, melones, higos, naranjas. Una reconciliación con las cosas en el lenguaje, una figuración del mundo, siquiera como tentativa, rendida a  la espesura de esa ambigua selva de los objetos hasta el extremo incluso de narrarlos, una y otra vez. O alcanzar el imperio del sustantivo, la lucidez soberana de la nominación. Villa es como un cartógrafo donde los nombres son mojones que circunscribieran un campo extenso y las expresiones fueran señales concretas, materiales, densas. Borges, que era ciego, llamó a eso: “la prolijidad de lo real”.